Por: Sara Galico (Tiempo estimado de lectura 5 minutos)
Me acuerdo la primera vez que escuché que un par de alumnos en Columbine, entraron a su escuela, armados hasta los dientes y mataron a sus compañeros y profesores. Fue en los noventas, yo era universitaria, y mi cabeza no podía entender tal masacre. Culpa del bullying, dijeron los expertos.
Me acuerdo también de Sandy Hook, en diciembre del 2012. Yo vivía en San Diego. Regresé del gimnasio, prendí las noticias y vi a los reporteros afuera de esa escuela, pasmados. No podían hilar la noticia. Hacían pausas largas para evitar llorar, sus manos temblaban. Suspiraban y en frases cortadas, intentaban expresar la pena de reportar una masacre en una escuela primaria. El saldo 20 niños, y 6 maestros muertos. Al Presidente Obama se le quebró la voz al dar sus condolencias a las familias. Corrí a la escuela a recoger a mis hijos, los abracé con todas mis fuerzas. Se me partió el alma.
Y con Columbine y Sandy Hook, vinieron muchos más, cientos, miles. Solamente en lo que va del 2019 han ocurrido 253 tiroteos masivos en Estados Unidos. Instancias en las que la gente va al cine, a rezar, a comer, a pasear, a estudiar, a comprar un litro de leche, y no regresa a casa. Por la maldita suerte de estar en el sitio correcto, en el momento preciso de la tragedia.

Siempre es un loco, solitario, muy raro, que parecía desencajado, ausente o enojado. Y luego aparece un manifiesto en sus redes sociales, justificando su acto, incitando a otros a imitarlos, a sumarse a su club de cobardía pura. Justificando el asesinato de poblaciones civiles, indefensas, desprevenidas. Mientras, aparece su foto en todos los medios de comunicación. Parecieran físicamente inofensivos, si no fuera por la mirada perdida que refleja pura perversión humana.
Durante los últimos años el tinte de estos tiroteos parece adquirir un color más perverso, el color del odio racial, étnico y religioso. El matiz del terrorismo. La iglesia de Charlestown en 2015, dirigido a afroamericanos, los ataques antisemitas en las sinagogas de Pittsburgh (2018) y Poway (2019), y ahora El Paso.
La semana pasada, en un Walmart repleto de latinos en el Paso, Texas, un supremacista blanco de 21 años, quién condujo su auto 10 horas para llegar al lugar del atentado, terminó con la vida de 22 personas al abrir fuego con un rifle de asalto.

El mundo entero ha sido testigo de la eterna polarización política del problema. Se avientan la papa caliente entre los demócratas, los republicanos, los que están a favor de la posesión de armas, los que están en contra, los medios de comunicación, los psicólogos que ruegan que no se estigmaticen a las enfermedades mentales, los que producen videojuegos violentos, que ahora según Trump, resultan ser culpables. Todos utilizan los 15 minutos de fama para hacer campaña política, en un juego de “las traes” que deja a los familiares de las víctimas, y a la sociedad civil desesperada, sedienta de respuestas, soluciones, y protección.
Personalmente, creo que realizar investigaciones de antecedentes penales previo a la venta de armas de fuego, y una legislación efectiva para su compra y posesión es indispensable. Si bien, no cortaría el problema de raíz, reduciría el número de mortalidad en estos casos.

¿Pero qué cortaría el problema de raíz? ¿Qué está pasando en Estados Unidos, el país de la libertad, la democracia y la búsqueda de felicidad?
Todos los artículos de opinión que he leído esta semana apuntan hacia Trump, directa o indirectamente.
Y es que, desde el día que inició su campaña para la presidencia, utilizó lenguaje derogatorio y discriminatorio en contra de algunas minorías, especialmente los inmigrantes latinos. Su discurso ha polarizado a la población, y ha provocado una ruptura importante entre las partes que buscan conciliar acuerdos. Ha creado una brecha, propiciado alegatos que antagonizan a los ciudadanos y favorecido el espantoso discurso de la supremacía blanca. ¿Entonces, podremos culparlo por los sucesos ocurridos?
Honestamente yo lo dudo, porque los tiroteos existieron antes de Trump, y muy probablemente seguirán ocurriendo cuando deje la Casa Blanca. Apuntar el dedo hacia una persona, por muy grotesca que sea, me parece superficial y simplista. Probablemente Trump será un simple síntoma de lo que ocurre en la sociedad norteamericana.
Yo tampoco tengo respuestas, pero creo que exploraría otras áreas más complejas de la vida cotidiana de los estadounidenses. Por ejemplo, la conexión individual que existe con los lazos familiares, amistosos o comunitarios, o el fomento a la cultura individualista que enaltece la soledad. En el sentimiento de pertenencia, que se ha desvanecido en los últimos años.
Tal vez exploraría en el sistema educativo, la falta de planes de estudio que sean enfocados en civismo, en habilidades interpersonales, pensamiento crítico, bienestar emocional, en música, teatro, o servicio social.
Retaría a las redes sociales, porque han cambiado al mundo y provocado niveles tremendos de ansiedad entre los jóvenes. También han permitido una retórica que nos permite a acceder solamente a lo que queremos ver, alimentando nuestros miedos y prejuicios. Alejándonos cada vez más de perspectivas neutrales que nos conectan con otros seres humanos.
Buscaría la respuesta en la pérdida de humildad, y en el engrandecimiento de nuestro ego, que nos dice constantemente que las cosas deben ser como se nos da nuestra pinche gana. Que ganar es más importante que comprometer. Que tener la razón es más importante que trabajar en equipo.
¡Qué desesperación saber que la respuesta no existe aún, y está muy lejos de existir! Pero más lejos lo estará, si no podemos hacernos las preguntas correctas. Si no le damos dos minutos de reflexión a las causas subyacentes a un problema que ha cobrado miles de vidas, y ha puesto de rodillas a la sociedad más influyente del mundo occidental.